ALDAMA, MÉXICO — Nadie sabe quién les dispara a residentes de Aldama y Santa Martha.
Estas comunidades tsotsiles de la frondosa sierra de Chiapas, el estado más meridional de México, enfrentan tiroteos frecuentes a medida que grupos armados no identificados aumentan los ataques relacionados con conflictos territoriales que han durado casi medio siglo. Quienes antes sembraban maíz y producían café, ahora pasan días ocultándose en los cerros o atrincherados en refugios para protegerse de las ráfagas de balas.
Un pacto de paz que se firmó en 2009, coordinado por el gobierno estatal de Chiapas y autoridades locales, se suspendió en 2014, y la disputa ha empeorado, a pesar de que se negoció otro acuerdo el año pasado. A principios de noviembre, personas de identidad desconocida perpetraron 47 ataques en 72 horas, desplazando a unas 3000 personas en comunidades de Aldama.
Las familias se están quedando sin comida y batallan para conseguir atención médica. Quienes pueden, huyen. El resto se queda, prácticamente en el olvido en medio de una batalla cuyo propósito ya ni siquiera está claro.
“No sabemos qué hacer”, dice Verónica Pérez. Su esposo, Artemio Pérez Pérez, estaba pintando una casa el año pasado cuando una bala le atravesó la piel, le perforó los pulmones y le dañó la columna. No puede mover las piernas y la familia está endeudada. Su hija de 9 años, Brígida Yamili, abraza a su padre constantemente y no lo suelta.
Aproximadamente a 31 kilómetros (19 millas) de la histórica ciudad de San Cristóbal de Las Casas, la sierra rural pinta una imagen tranquila: una capa de montañas verdes con un río largo y zigzagueante. Enclavada en un valle se encuentra Aldama, donde los tradicionales textiles rojos se secan con el viento. Al norte está el municipio de Chenalhó, donde se ubica Santa Martha, con sus amplias calles y paisajes majestuosos.
El conflicto surgió por una mala delimitación de las fronteras en un proyecto de reforma territorial en la década de 1970 y por los desacuerdos derivados de decisiones legislativas subsecuentes, cuenta Araceli Burguete Cal y Mayor, profesora de antropología del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social de San Cristóbal de Las Casas.
Rumores de las motivaciones más recientes van desde personas de la política local hasta cárteles de la droga, la policía estatal y el acceso al suministro de agua. Las pistas no llevan a ninguna parte.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos culpa a “un grupo armado paramilitar” por el desplazamiento de casi 3500 personas tsotsiles de Aldama hasta 2020. Incluso antes del incidente de noviembre, una comisión de Aldama dijo que la cantidad total de personas desplazadas había llegado a 5000.
Martín Longoria, coordinador de la oficina de la Comisión Nacional de Derechos Humanos en San Cristóbal de Las Casas, señala el aumento del crimen organizado. “Es un territorio con autos chocolate, tráfico de armas y nuevas rutas migratorias. Lo que no queda claro es el carácter de estas redes”, dice.
El Gobierno ha tratado de no culpar a las personas residentes. Alejandro Encinas Rodríguez, subsecretario de Derechos Humanos, Población y Migración de México, plantea que es posible que los atacantes ni siquiera vivan en la zona. “No hay evidencia ahora de que ese grupo paramilitar forme parte de alguna de las comunidades”, dijo en una conferencia de prensa con el presidente Andrés Manuel López Obrador en 2020.
No obstante, en mayo de este año, López Obrador les dijo a periodistas que “la información que tenemos es que son conflictos que vienen de lejos entre comunidades”. Expresó que el Gobierno sigue trabajando con las autoridades locales y estatales para frenar la violencia.
Representantes de la presidencia no respondieron a solicitudes de comentarios.
Chiapas es el hogar de los Zapatistas, un grupo indígena armado que le declaró la guerra al Gobierno en 1994 hasta que se les reconocieron ciertos derechos y autonomía. Las autoridades no han vinculado a los Zapatistas con la violencia actual.
El último acuerdo de paz, presentado en noviembre pasado por las autoridades estatales y locales, le da 32.5 hectáreas (80 acres) del territorio disputado a Aldama, y 27 hectáreas (67 acres) a Chenalhó, para Santa Martha.
El acuerdo también manifiesta que el Gobierno ofrecerá infraestructura, vivienda y programas de atención médica a las comunidades, pero el conflicto y la inseguridad continúan.
En mayo, las autoridades locales desmantelaron docenas de trincheras y reforzaron los muros de ambas comunidades, dice Encinas Rodríguez. En solo tres días del mes de agosto, grupos armados perpetraron 26 ataques en Aldama, explican residentes de la zona. Y en septiembre, balacearon a dos personas habitantes, una mientras conducía su auto en una comunidad de Aldama, y otra cuando estaba parada en una calle de Santa Martha.
Otras personas también cuentan historias parecidas.
M. Santiz, quien pidió no usar su nombre completo por temor a represalias, recibió varios disparos cerca de su hogar en Santa Martha mientras viajaba en un auto con su esposo. Él no sobrevivió.
Ella tiene cuatro hijos menores de 15 años, que ya no van a la escuela porque la violencia aleja al profesorado. La clínica está cerrada. Santiz dice que no se puede hacer nada porque los disparos no se detienen.
Las familias de esta región subsisten de sus cosechas, sobre todo de la producción de café, pero la violencia ha impedido que cultiven los campos. “La gente tiene que buscar cómo sobrevivir. Ojalá que se reupere la armonía de nuestros pueblos porque somos hermanos”, señala Adolfo López Gómez, expresidente municipal de Aldama.
Mucha gente que habita la zona culpa al Estado por no tomar más medidas. Un informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos de 2019 reveló que el gobierno de Chiapas no pudo resarcir los daños para las personas afectadas por la violencia. La fiscalía sigue investigando los incidentes, cuenta Leonel Reyes González, coordinador de asesores del gobierno de Chiapas.
Las organizaciones sin fines de lucro que trabajan en el área advierten que la provisión de alimentos es cada vez menor.
Ofelia Medina, fundadora del Fideicomiso para la Salud de los Niños Indígenas de México, dice que las familias reciben lo suficiente para vivir dos meses y medio, en lugar de los seis meses prometidos. “La desnutrición de las familias … es brutal, de las situaciones más graves de desnutrición que hemos visto”, dice.
Las autoridades locales ofrecen ayuda humanitaria, que incluye apoyo alimentario como frijol, maíz, lentejas y arroz, afirma Reyes González. “No se han quedado sin sustento”, destaca.
Pero las personas habitantes están perdiendo la esperanza. López Gómez teme que, si no se comprenden mejor las causas del conflicto, pocas cosas cambien.
Mientras tanto, se pregunta: “¿Qué están esperando? ¿Más muertos, más heridos? ¿Hasta dónde vamos a llegar?”.
Marissa Revilla es una reportera de Global Press Journal que vive en San Cristóbal de Las Casas, México.
NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN
Aída Carrazco, GPJ, adaptó este artículo de su versión en inglés.