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"Les falta todo": la crisis de los penales sobrepoblados en Argentina

Tres años después del estado de emergencia, la carga de satisfacer las necesidades básicas de las personas detenidas sigue recayendo en las madres y esposas que están afuera.

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BUENOS AIRES, ARGENTINA — Los paquetes de fideos, jabón, champú y agua embotellada se acumulan entre trofeos de fútbol juvenil y retratos infantiles en la casa de Estela.

Durante los últimos tres años, ella ha planeado sus compras para aprovechar las ofertas del supermercado, y almacena la mercadería que le permiten llevar al Complejo Penitenciario Federal I, donde su hijo cumple una pena de 12 años por secuestro extorsivo.

El arresto de su hijo en marzo de 2019 también le quitó su libertad.

“La cárcel se instaló en mi casa, vivís en función de eso”, dice, mientras empana y fríe las milanesas de pollo que le llevará a su hijo en su visita semanal al penal, también conocido como la cárcel de Ezeiza. “Te levantás pensando en él y te acostás pensando en él”.

Le preocupan la salud y seguridad de su hijo en un sistema penitenciario sobrepoblado, declarado en estado de emergencia por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos desde 2019. Un año después, la pandemia de coronavirus evidenció aún más cuánto dependen las personas detenidas de las visitas, sobre todo de sus madres o esposas, tanto para el apoyo moral como para la supervivencia. Las visitas se suspendieron entre marzo y octubre de 2020 para prevenir contagios. Ese año, se reportaron 360 muertes en prisión a nivel nacional, la cifra más alta desde que el Gobierno comenzó a publicar estadísticas anuales en 2014; en el sistema penitenciario federal se reportaron 214 actos de protesta, la cantidad más alta desde 2015, incluidas 152 huelgas de hambre.

“[Mi hijo] no tenía nada, no tenía nada nadie. Vivían con lo que les daba el servicio”, explica Estela, quien pidió no divulgar su apellido por temor a represalias. “No podíamos llevar alimentos. Fue tremendo, tremendo”.

Incluso desde antes de la pandemia, los suministros básicos como la ropa, el jabón, la pasta de dientes y el papel higiénico escaseaban en el sistema penitenciario de Argentina, según un informe de 2020 del Centro de Estudios Latinoamericanos sobre Inseguridad y Violencia de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, una institución educativa de la provincia de Buenos Aires. Pero desde 2010, a medida que los centros de detención se han ido sobrepoblando, principalmente en la provincia de Buenos Aires, donde se encuentra casi la mitad de la población carcelaria del país, incluso las camas se han convertido en artículos de lujo.

Ni el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos ni el Servicio Penitenciario Bonaerense respondieron a las peticiones de entrevista de Global Press Journal. En nombre del sistema federal, que constituye alrededor de una décima parte de la población carcelaria del país, María Laura Garrigós, subsecretaria de asuntos penitenciarios del Servicio Penitenciario Federal, dice que se están realizando esfuerzos para mejorar la calidad de vida, pero no se puede controlar la cantidad de personas condenadas a sus centros cada año.

Lucila Pellettieri, GPJ Argentina

Estela le prepara una comida a su hijo, quien cumple una pena de 12 años en una cárcel cercana.

“La solución no está en manos de los servicios penitenciarios. Está en manos de los poderes judiciales y en el sistema de represión”, señala.

Mientras tanto, toca a las familias proporcionar a sus familiares detenidos alimentos, medicinas, ropa de abrigo, artículos de higiene, frazadas y tarjetas de teléfono. También consiguen abogados y hacen los trámites necesarios para solicitar atención médica, material educativo y traslados a otros penales, dice Inés Mancini, investigadora adjunta del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, especializada en cárceles y género.

“El Estado te encierra pero no termina de asegurar tu manutención”, dice.

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Gráfico de Matt Haney, GPJ

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Gráfico de Matt Haney, GPJ

Stella Maris Martínez, Defensora General de la Nación, máxima autoridad del Ministerio Público de la Defensa, un organismo independiente que supervisa los derechos humanos, describe a las y los familiares como “víctimas indirectas de la violencia institucional” y las malas condiciones de vida en los penales argentinos.

“Que la pena no trasciende de a quien se la impuso es mentira; en este momento las penas trascienden, y mucho, a las esposas, a los padres, a los hermanos, a los hijos”, afirma Martínez. “Ellos nos vienen a ver, nosotros somos los que percibimos el impacto, la angustia, los problemas de salud mental que se pueden generar a raíz de toda la situación carcelaria”.

Garrigós y Mancini concuerdan en que los deberes de apoyar material y emocionalmente a las personas encarceladas (la mayoría hombres jóvenes) recaen de manera desproporcionada sobre sus madres y esposas.

“Tantos los presos como las familiares te dicen que el varón no va a la visita porque les hace mal pasar por esa situación, entonces mejor va la mujer. En última instancia, el peso siempre recae sobre la mujer”, dice Mancini.

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Lucila Pellettieri, GPJ Argentina

Con bolsas de alimentos, ropa y artículos de higiene, las mujeres se preparan para visitar a sus familiares en una prisión en Buenos Aires, Argentina.

El Ministerio Público de la Defensa recibe denuncias de las familias en cuanto a las condiciones de vida en la cárcel, ofrece asesoría legal y representación gratuita, y acompaña a las familias en el proceso de denuncia. Sin embargo, para las familias esto no es suficiente.

Las personas detenidas tienen derecho a buscar un empleo dentro de los centros, pero en 2021, el 64% de ellas no tenía trabajo remunerado. Desde principios de 2022, el hijo de Estela ha ganado 28 000 pesos argentinos ($188) al mes trabajando en la cárcel. Estela dice que el dinero ha ayudado, pero la mercadería para su hijo normalmente cuesta entre 35 000 y 40 000 pesos ($236 y $269) al mes.

“Es mantener una casa más”, dice.

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Lucila Pellettieri, GPJ Argentina

Mónica Tapia le toma la mano a Patricia Tevez en un café mientras espera para visitar a su esposo, quien está en la cárcel en Buenos Aires, Argentina. Tapia dice que hablar con familiares la ayuda a sobrellevar la angustia.

El estigma asociado a tener un familiar detenido hace que la carga económica sea aún más difícil de llevar.

“A nosotros nos juzgan y nos ponen en la misma bolsa”, dice Mónica Tapia, y añade que cuando su esposo fue detenido hace siete años por robar camiones que transportaban carne, ella perdió todos sus trabajos como empleada de limpieza. “Me dijeron: ‘No queremos que vengas a trabajar más, porque tu marido está detenido y no sabemos con qué nos podemos encontrar'”.

Mientras su esposo cumple una pena de 13 años, ella se ha esforzado para mantener a sus cuatro hijas y cubrir las necesidades de su marido en prisión. Gana dinero comprando ropa al por mayor y vendiéndola en un mercado local y por internet. Dice que no puede costear la atención psicológica que necesitaría para tratar el trauma derivado de esta experiencia.

“Hay noches que yo me levanto y me largo a llorar”, cuenta Tapia. “Yo me lloro todo y después entro acá con una sonrisa. … Si no venimos a la visita, les falta todo”.

En una ocasión, dice que su esposo se estuvo quejando de un dolor de oído por meses; ella intentó limpiarle el oído con alcohol y cotonetes durante sus visitas, antes de que les aprobaran la solicitud de atención médica. Cuando el doctor lo vio, dice, pudo diagnosticar el problema rápidamente.

“Mi marido estuvo tres meses con una cucaracha dentro del oído”, señala.

Lucila Pellettieri, GPJ Argentina

Mónica Tapia carga una bolsa de alimentos y otros suministros para su esposo, que está cumpliendo una pena de 13 años en una cárcel en Buenos Aires, Argentina.

La Asociación Civil de Familiares de Detenidos, organización nacional fundada en 2008, brinda servicios psicológicos, psiquiátricos, legales y sociales para las personas detenidas y sus familias, según cada caso en particular. Pero la solución a largo plazo tiene que venir de cambios en la política nacional y transformaciones culturales, dice Patricia Tevez, coordinadora del equipo de asesoramiento legal y social de la asociación. Su esposo cumple una pena de 45 años en prisión por asalto y robo.

Invertir en la rehabilitación y la reinserción de las personas reclusas en la sociedad reduciría tanto las tasas de reincidencia como el estigma de las y los presos y sus familias, dice. Tevez cree que su marido no habría reanudado sus actividades ilegales después de cumplir su primera condena si hubieran recibido el apoyo que su familia necesitaba.

“Cuando mi marido estaba a punto de salir [la primera vez], a mí nadie me preguntó seis meses antes: ‘¿Necesitás algo? ¿De qué va a trabajar tu marido cuando salga? ¿De qué va a vivir? ¿En qué te podemos ayudar?’ Eso no existe y es importante”, afirma.

Solo se sintió cómoda para convertirse públicamente en activista después de que sus hijos comenzaron a contar la historia de su familia en la escuela.

“Yo siempre mantuve perfil bajo. Siempre me traté de cuidar por mis hijos, porque no quería que los apunten con el dedo y digan: ‘Ah, mira, fulano que tiene el familiar preso’”.

Sin esos servicios, corresponde a las familias apoyar a sus seres queridos cuando son liberados, como lo hicieron cuando estaban en prisión.

Estela dice que su enfoque a largo plazo es asegurarse de que su hijo pueda rehacer su vida en nueve años, cuando está programado que sea liberado, a los 41 años. En la cárcel, está tomando un curso de mecánica y obtendrá un título universitario en trabajo social. Cuando no entiende algo, hace fotocopias de los apuntes para que Estela se los lleve a su casa y los repase con su esposo.

Imaginar un futuro para su hijo fuera de los muros de la cárcel, en el que quizás él pueda tener su propio taller mecánico, le da la fuerza que necesita para seguir apoyándolo.

“Yo el domingo hago la visita, el lunes siguiente ya estoy programando todo para el próximo domingo”, concluye.

Lucila Pellettieri es reportera de Global Press Journal, radicada en Buenos Aires, Argentina.


NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN

Aída Carrazco, GPJ, adaptó este artículo de su versión en inglés.