SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS, MÉXICO — El equipo médico le dijo que era probable que tuviera COVID-19. Era octubre y María del Carmen Gutiérrez Ramírez tenía tos y una fiebre que no cedía, síntomas comunes de la enfermedad causada por el coronavirus. Se tomó un jarabe para la tos y una medicina para bajar la fiebre, pero se seguía sintiendo muy mal.
Con el tiempo, estaba “sin ganas de moverme ni abrir mis ojos, ni hablar ni caminar, nada, e iba empeorando”, dice.
En la primavera de este año, otro doctor le hizo una serie de pruebas. Resultó que Gutiérrez Ramírez, de 43 años, no tenía COVID-19, sino otra enfermedad mortal: tuberculosis.
“No conozco a nadie con tuberculosis. No sé dónde me contagié. No sabía que la tuberculosis existía todavía”, cuenta Gutiérrez Ramírez, quien vive en San Fernando, un pueblo de Chiapas, el estado más meridional de México.
Y lo más frustrante, dice: “¿Cómo no le van a atinar, si son doctores?”.
La tuberculosis, enfermedad infecciosa que suele afectar los pulmones, es un flagelo mundial. Aunque se puede prevenir y tratar, más de un millón de personas murieron de tuberculosis en 2019, según la Organización Mundial de la Salud, una cifra más alta que la del VIH/SIDA. Sin embargo, esa cifra refleja una disminución en la incidencia y en las muertes por tuberculosis a lo largo de los años. La pandemia de coronavirus podría haber acabado con tal progreso.
Por miedo al coronavirus, algunas personas no se arriesgaron a acudir a un centro médico para someterse a las pruebas de tuberculosis y siguieron siendo portadoras sin saberlo. Y quienes buscaban ayuda se enfrentaron a más dificultades para conseguirla. En muchos países, las personas profesionales de la medicina, los hospitales de tuberculosis y los equipos de diagnóstico se desviaron para atender la COVID-19, según el consorcio internacional Stop TB Partnership.
Según datos preliminares de 84 países, la OMS estima que en 2020 se trató a un 21% menos de personas con tuberculosis en comparación con el año anterior, lo que podría provocar 500,000 muertes más en todo el mundo.
En las zonas rurales o pobres de México, con servicios de salud limitados, la tasa de subdiagnóstico puede llegar al 50%, explica Héctor Javier Sánchez Pérez, coordinador del Observatorio Social de Tuberculosis de México, organismo que da seguimiento a la enfermedad.
“El subdiagnóstico implica que la cadena de transmisión continúa y, por ende, la posibilidad de aparición de nuevos casos persistirá”, señala.
La COVID-19 y la tuberculosis tienen muchos rasgos en común. Las partículas microscópicas viajan por el aire, invaden el cuerpo y con frecuencia atacan los pulmones. Durante un tiempo, una persona puede no saber que está infectada. Tose, le duele el pecho, pierde el apetito y la piel arde por la fiebre. En algunos casos, se ven cerca de la muerte.
Ambas enfermedades atacan de forma desproporcionada a las personas pobres, que tienen más probabilidades de vivir en viviendas muy pequeñas y menos acceso a la atención médica. Chiapas es el estado más pobre de México; su índice de mortalidad por tuberculosis en 2018 fue casi el doble de la tasa general de México, según la Dirección de Información Epidemiológica.
En comparación con la COVID-19, la tuberculosis es causada por una bacteria y no por un virus, y se manifiesta a un ritmo mucho más lento. La enfermedad tiene dos etapas. Una persona con tuberculosis latente no presenta síntomas ni contagia. Casi una cuarta parte de la población mundial tiene tuberculosis latente, según la OMS.
Sin tratamiento, la tuberculosis latente se convierte en tuberculosis activa en alrededor de 5% a 10% de los casos, lo que hace que la persona se vuelva sintomática y pueda contagiar. Es más probable que esto ocurra cuando alguien tiene una enfermedad que afecta al sistema inmunológico. En México, ese aumento proviene cada vez más de la diabetes. En los últimos años, la cantidad de personas con diabetes y tuberculosis ha aumentado en un 30%.
“Hay una epidemia de diabetes en México, y de tuberculosis. Van de la mano”, explica Alberto Colorado, coordinador de la Coalición de la Tuberculosis de las Américas.
Detectar la tuberculosis activa es clave para detener su propagación. La OMS afirma que una persona enferma puede infectar a entre cinco y 15 personas al año. Pero la pandemia hizo que la gente se encerrara en sus casas, y que salir fuera arriesgado.
“La gente ha dejado de acudir a los servicios de salud por el temor de que sea COVID y se quedan en casa. Los pacientes no son identificados”, expresa la Dra. Janeth Vázquez Marcelín. En el Distrito de Salud de Chiapas donde supervisa el programa de tuberculosis, la cantidad de pruebas de frotis, que detectan la enfermedad, cayó al menos un 40%.
Quienes querían ir a consulta tenían más dificultades para conseguir una cita. Buena parte del personal de atención médica con mayor riesgo de sufrir complicaciones por la COVID-19 (por ser de edad avanzada o tener afecciones como enfermedades pulmonares crónicas) dejó de trabajar, dice Christian Dawuleth Córdova Solís, funcionaria estatal que supervisa las actividades de prevención de la tuberculosis en Chiapas.
La disminución en las consultas médicas significó menos diagnósticos de tuberculosis y, posiblemente, personas confinadas con gente infectada. “Muchas veces no pensamos en la tuberculosis. Y si no la identificamos, el confinamiento puede ser riesgo de contagio”, asegura Córdova Solís.
La desconfianza provoca rechazo hacia la vacuna contra el coronavirus
Sánchez Pérez, del Observatorio Social de Tuberculosis, dice que en zonas de mucha pobreza solo el 10% de pacientes con tuberculosis pulmonar, la forma más común de tuberculosis, que afecta los pulmones, inicia un plan de tratamiento. Solo una parte de este porcentaje lo sigue por los seis meses que se recomienda.
Patricia L.M., de 42 años, es maestra en el municipio de San Cristóbal de Las Casas, en Chiapas. Pasó dos años tratando de curarse de la tuberculosis pulmonar. (Para evitar la discriminación, pidió que no se publicara su nombre completo). Después de ser diagnosticada en 2015, iba al hospital seis días a la semana para tomarse un coctel de pastillas. Pero el equipo médico descubrió que no respondía a los medicamentos para la tuberculosis por ser multifármaco-resistente, una complicación cada vez más común. Agregaron una inyección a su plan de tratamiento y luego, un catéter para disminuir el dolor.
“Dos años sin salir, ya no hacía nada. Iba del hospital a mi casa. Casi al final del tratamiento, ya lo quería dejar, ya no aguantaba”, comenta Patricia.
Desde antes de la pandemia, ya usaba un cubrebocas para proteger sus pulmones lesionados y todavía se cansa cuando camina. No obstante, en el contexto de la epidemia de tuberculosis, ella está entre las afortunadas.
En enero, una mujer de 67 años llegó a una clínica COVID-19 de Tuxtla Gutiérrez, la capital de Chiapas. Recién diagnosticada con diabetes, había tenido tos, fiebre y pérdida de peso. El personal de la clínica creyó que tenía COVID-19, pero la enviaron al Centro de Salud de Tuxtla Gutiérrez para que se hiciera la prueba de tuberculosis, cuenta la Dra. Lucía Alejandra Pascacio Magariño, encargada del programa de tuberculosis del centro.
El centro le tomó las muestras a la mujer un viernes. El lunes siguiente, le llamaron para informarle que tenía tuberculosis pulmonar. Su hija contestó el teléfono y les dijo que su madre había muerto.
Marissa Revilla es una reportera de Global Press Journal que vive en San Cristóbal de Las Casas, México.
NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN
Aída Carrazco, GPJ, adaptó este artículo de su versión en inglés.