BUENOS AIRES, ARGENTINA — El reloj marca la una de un fresco día de primavera en la capital de Argentina; el cielo está despejado y los árboles comienzan a florecer. Alejandra Diz Cocurullo, de 5 años, acaba de terminar de almorzar en casa y ahora camina contenta junto a sus padres rumbo al jardín. Allí saluda a su acompañante personal no docente, Natalia, que es psicóloga. Se abrazan y entran juntas a la escuela, tomadas de la mano.
Una escena tan apacible era algo impensado hace seis meses, cuando Alejandra no tenía acompañante, dice su madre, Roxana Cocurullo. Alejandra tiene trastorno generalizado del desarrollo, una condición que retrasa el desarrollo de las habilidades de comunicación y lenguaje. Entre los síntomas están la hiperactividad y los desbordes, dice Cocurullo.
Todo eso mejoró desde que Alejandra comenzó a asistir al colegio junto a Natalia, quien también la ayuda a realizar las tareas y a regular sus emociones. “Alejandra empezó con Natalia y fue maravilloso, la verdad es un trabajo impresionante; Alejandra es otra nena. Avanzó un montón”, dice Cocurullo.
Cuando Natalia le informó que por un retraso en los cobros iba a tener que buscar otro trabajo, la madre de Alejandra se sintió desesperada. Juntó sus ahorros y pidió dinero prestado para pagarle a Natalia. “Sin acompañante, Alejandra se desborda: se enoja, grita, se tira al piso, llora. Yo no me podía arriesgar a que Alejandra volviera todo esto para atrás”, señala Cocurullo.
Los honorarios de Natalia los paga una obra social, un tipo de proveedor de salud parte del sistema de seguridad social de Argentina, el cual está financiado por quienes trabajan en el sector formal y sus empleadores. Ese sistema es utilizado por alrededor del 60% de la población nacional. La legislación sobre discapacidad de Argentina, vigente desde 1997, permite que el sistema, junto con las compañías de salud privadas, subcontrate los servicios relacionados con discapacidad a prestadores de servicios autónomos. La normativa permite que los empleadores esperen hasta que la persona prestadora de servicios les facture cuatro veces antes de pagarle, y tienen un generoso plazo de 60 días para procesar las facturas.
Profesionales como Natalia, quien pidió no ser identificada con su apellido por temor a represalias del empleador, pueden tener que esperar hasta seis meses para recibir el pago. Pero con la rápida devaluación del peso argentino (la inflación ahora promedia un 7% mensual), la mayoría no puede hacer frente a la demora.
Como consecuencia, los servicios para personas con discapacidad son cada vez más escasos y muchos profesionales optan por otros empleos.
“Lo venimos sosteniendo por años, pero ahora con esta inflación es imposible”, dice Sabrina Faustini, licenciada en terapia ocupacional y delegada de Prestadorxs Precarizadxs Salud y Educación, una organización que representa a trabajadores y trabajadoras del sector.
Faustini dice que, en octubre, a la mayoría de las personas acompañantes se les pagaron 50 881 pesos argentinos ($322) al mes por jornada simple (cuatro horas diarias en escuela, cinco días por semana), por las facturas que enviaron en julio.
Según cifras oficiales, en octubre, la canasta básica (alimentos, productos y servicios que una familia promedio de tres integrantes consume habitualmente, sin incluir el alquiler) era de 111 248 pesos ($668).
Actualmente, el salario para acompañantes de tiempo parcial es de 69 961 pesos ($419), pero un gran número de profesionales no recibirán estos pagos hasta febrero.
A principios de septiembre, los pagos a profesionales de la salud tercerizados se demoraron un mes más de lo normal, lo que provocó una serie de manifestaciones y paros en varias ciudades.
“Yo a las primeras manifestaciones no me adherí porque me daba culpa. Te da culpa porque sabes que el chiquito por ahí no puede estar en el colegio, sentís que lo abandonás”, explica Yamila Iruretagoyena, psicopedagoga y acompañante personal.
Iruretagoyena se unió a Faustini y otras personas prestadoras del servicio en una segunda manifestación a fines de septiembre frente a la Superintendencia de Servicios de Salud, el organismo público encargado de supervisar a las obras sociales nacionales y a las entidades de medicina prepaga. Exigían respuestas frente al cese de pagos.
La Superintendencia, que aprueba todas las facturas, se negó a dar una entrevista, pero informó a Global Press Journal, mediante un vocero de prensa, que agregaron una sección a su web para que los prestadores puedan consultar por el estado de sus cobros. No obstante, dice el vocero, la situación de las demoras es difícil de resolver ya que la normativa permite que las obras sociales presenten hasta cuatro facturas juntas a la Superintendencia, para su revisión, y paguen hasta 60 días después de recibir el dinero.
Iruretagoyena está pensando en dejar las aulas; aunque le apasiona su trabajo, le resulta muy difícil sostenerse económicamente. Por lo general, cobra su primer honorario del año en junio, dice, y como otras personas autónomas, no tiene aguinaldo ni prestaciones como licencia por maternidad.
Patricia Guarino es psicopedagoga y miembro de la Red por los Derechos de las Personas con Discapacidad (REDI), una organización defensora de los derechos del colectivo. Ella dice que la precarización fomenta la rotación del personal y períodos sin acompañamiento, lo que vulnera el derecho a la educación que tienen las personas con discapacidad, con base en la Convención de las Naciones Unidas sobre los derechos de las personas con discapacidad, ratificada por Argentina en 2008.
Guarino considera que es necesario reformar el sistema educativo para exigir que las escuelas contraten directamente al personal docente que apoya al alumnado con discapacidad “[La alta rotación de profesionales] afecta en el vínculo, sobre todo en el caso de los alumnos que tienen desafíos en la socialización, por ejemplo alumnos autistas que necesitan esa figura como puente para relacionarse con los compañeros”, dice.
Joaquín Sauco Reverter, de 12 años, quien tiene trastornos en el habla y el aprendizaje, ha tenido tres acompañantes diferentes este año. Con la primera trabajó un mes. Con el segundo solo estuvo un día, y la tercera arrancó poco después. “Cuando le dije que venía una nueva me dijo: ‘Bueno, se va a ir como el anterior’”, recuerda Mariana Reverter, madre de Joaquín.
El chico necesita apoyos para copiar el pizarrón y prestar atención en clase, cuenta Reverter. Cada vez que un acompañante se va, ella dedica su tiempo después del trabajo a pedir y copiar los apuntes de la clase y a hacer las tareas con su hijo. Esto se suma a llevarlo a terapias y hacer trámites para conseguir un reemplazo, mientras continúa con las labores habituales de la casa. “No se puede sumar una tarea más a lo cotidiano, ya estamos recontra sobrecargados”, dice Reverter.
Al otro lado de la ciudad, Cocurullo prepara el almuerzo. El arroz hierve en el fuego mientras ella bate huevos, pero su mirada y su atención están sobre Alejandra, que mete muñecos de plástico entre los almohadones del sillón.
Cocurullo está feliz por todos los avances de Alejandra: Dejó de usar pañales y empezó a hablar y mirar a la gente a la cara. Pero Cocurullo sabe que los avances penden de un hilo.
“Cuando llegue fin de mes, no sabemos qué va a pasar, es de nuevo la incertidumbre. Mi temor es que, en cualquier momento, la acompañante me diga que se tiene que buscar otro trabajo”, concluye.
Lucila Pellettieri es reportera de Global Press Journal, radicada en Buenos Aires, Argentina.
NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN
Aída Carrazco, GPJ, adaptó este artículo de su versión en inglés.