CREEL, MÉXICO — Un paisaje verde paradisíaco lleno de pinos altos, mucho ganado y venados, frijol y calabaza. Así recuerda Agripina Viniegra, una mujer rarámuri, su infancia en la Sierra Tarahumara, en la región centro-norte del país.
Sin embargo, desde la intensa sequía de 2011, las lluvias no se recuperaron lo suficiente como para proporcionar suficiente agua para los cultivos, el ganado y los hogares. En 2020, la crisis actual llevó a la Comisión Nacional del Agua a emitir una declaratoria de desastre natural en el estado de Chihuahua, incluida la Sierra Tarahumara.
“Los aguajes ya se secaron”, dice Viniegra, con voz suave.
Al principio, para adaptarse, las familias rarámuris caminaban cuatro horas para ir al lago Arareco varias veces a la semana, empujando carretillas con garrafones de plástico y botellas de refresco de dos litros para llenarlos con agua. Diez años después, para sobrevivir a la amenaza cada vez mayor del cambio climático, han adoptado estrategias más sustentables en lo económico y ambiental, como el turismo, el trueque, los tinacos y los proyectos de reforestación.
Si tienen éxito, sus iniciativas podrían servir como modelo para otras comunidades indígenas mexicanas, que conforman una quinta parte de la población, según datos del censo de 2020. Estas comunidades son mucho más vulnerables a los efectos del cambio climático debido a que dependen de la agricultura de subsistencia y viven en regiones muy propensas a las sequías, explica Georgina Gaona, coordinadora de grupos étnicos y pueblos indígenas del Instituto Estatal Electoral.
“Al ser agricultura de temporal, pues cualquier variación en el clima, que llueve un poco menos, que llueva más tarde, les afecta en la cosecha”, explica Gaona.
Las comunidades indígenas, entre ellas la rarámuri, no tienen la influencia política ni los recursos necesarios para planear grandes sistemas de riego, como las presas, que podrían mejorar sustancialmente el rendimiento de los cultivos, añade Gaona. Perforar un pozo cuesta alrededor de 2 millones de pesos (aproximadamente $100,000) y conlleva un proceso de aprobación que tarda entre cinco y 10 años.
La marcada disminución de la producción de alimentos provoca desnutrición crónica y un mayor riesgo de enfermedades en la Sierra Tarahumara, advierte Víctor Quintana, exsecretario de Desarrollo Social de Chihuahua. En respuesta, Luis Octavio Hijar, director de operaciones de la Comisión Estatal para los Pueblos Indígenas, dice que el gobierno ha capacitado a más de 5,600 personas agricultoras locales para que usen técnicas más tolerantes a la sequía y cultiven otros tipos de verduras y hierbas.
“Lo que queremos es que sigan conservando la costumbre y el derecho a lo que les gusta comer, para que puedan seguir alimentándose como quieran”, dice. “Traemos semillas de lechuga, acelgas, espinacas y cosas verdes para ayudarles a tener más comida”.
No obstante, Aurora Chávez Batista, rarámuri de 55 años, dice que abandonó la agricultura hace varios años. Mientras su hijo de 23 años aún intenta sembrar maíz y frijol, ella y sus hermanas tejen canastas y pulseras y les ponen piel de cabra a los marcos de tambores de madera.
Una vez al mes, pagan un taxi para que las lleve a vender su mercancía a Creel, un pueblo a 40 minutos de distancia donde hay tiendas de artesanías que atraen visitantes de Estados Unidos, Canadá, Europa y otras zonas de México.
Cuando el turismo se detuvo el año pasado por la pandemia del coronavirus, las personas artesanas optaron por el trueque. Una o más veces al mes, intercambian sus artesanías por alimentos en un puesto comercial administrado por el Centro de Desarrollo Alternativo Indígena (CEDAIN), organización sin fines de lucro que trabaja en la Sierra Tarahumara desde hace casi 20 años.
“Estoy muy agradecida por el trueque porque nos da mucho alivio. En las tiendas no dan casi nada, y aquí hay comida”, afirma Chávez Batista.
“El trueque es lo que nos está funcionando. Si no estuviera, no tendríamos de donde sacar el alimento”, dice Viniegra.
Durante la última década, Viniegra ha visto que la cantidad de rarámuris que venden artesanías ha aumentado de alrededor de 80 a 200. En el mismo período, ha aprendido a hacer sus productos más coloridos y diferentes, pasando de la joyería tejida a mantas y prendas de vestir bordadas más elaboradas.
Sin embargo, la recolección de madera de pino y hojas de sotol que se usan como materias primas para la artesanía tradicional ha provocado una mayor deforestación, lo que empeora los graves efectos de las estaciones secas.
Con ayuda del CEDAIN, Estela Batista, de 22 años, consiguió tres tinacos de metal grandes para su techo de adobe. Cada uno puede almacenar agua para un mes, aunque se necesitan cuatro días de lluvia para llenarlos.
A cambio, Batista se unió al proyecto de reforestación de la organización y enseña a la gente indígena cómo recolectar, cuidar y plantar semillas de pino y de sotol.
“Reforestamos porque no hay pinos, por los incendios, porque no llueve y porque la gente los tala”, cuenta.
Sus esfuerzos requieren optimismo y paciencia: de los 300 árboles que sembraron y trasplantaron el año pasado, solo siete sobrevivieron, pero el pueblo rarámuri piensa que esa adaptación es necesaria para proteger el futuro de la comunidad.
“Si queremos continuar con el trueque, tenemos que plantar y plantar. Si no, eventualmente no habrá artesanías para que podamos intercambiar por comida”, destaca Viniegra.
Lilette A. Contreras es reportera de Global Press Journal, y se encuentra en Cuauhtémoc, México.
NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN
Aída Carrazco, GPJ, adaptó este artículo de su versión en inglés.