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"Es un gastadero": La corrupción reina en las prisiones mexicanas

El sistema penitenciario de México es notablemente corrupto, como muchas personas alrededor del mundo se han enterado gracias a las historias de capos narcotraficantes escapando de prisiones de máxima seguridad. Pero cuando un amigo o un familiar va a la cárcel, los mexicanos del común se ven forzados a entrar a un sistema que los obliga a pagar una variedad de sobornos inevitables para que los servicios más básicos sean provistos.

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“It’s a Spending Spree:” Corruption Reigns in Mexico’s Prisons

Mayela Sánchez, GPJ Mexico

La corrupción es endémica en las cárceles de México y en algunos sectores de la sociedad mexicana. Muchas personas del común dicen que no hacen parte de ella hasta que un amigo o familiar termina involucrado en el sistema de justicia penal. A.M., en esta foto, dice que tiene que sobornar a guardias de la prisión si quiere ver a su esposo, quien fue condenado por robo.

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CIUDAD DE MÉXICO, MÉXICO — Cuando A.M. visitó a su esposo en la cárcel por primera vez, no sabía que estaba prohibido visitar con sostén con varillas.

Esas débiles piezas en forma de “u” no están permitidas dentro del Reclusorio Preventivo Varonil Oriente, una de las 10 cárceles de Ciudad de México.

Un guardia la revisó y lo encontró. Pero no le dijo que se lo quitara o se fuera de la prisión, dice A.M.

“Pues cáele”, recuerda A.M. que le dijo la guardia.

A.M. le dio 10 pesos mexicanos (unos 50 centavos de dólar), dice, y la guardia la dejó entrar. (A.M. pidió que sólo se publicaran sus iniciales para proteger la identidad de su esposo).

Ese día, A.M. también le pagó 10 pesos a un guardia que revisó la comida que llevaba y 20 pesos (alrededor de un dólar) a un guardia que le entregó un pase de visitante. Pagó por sentarse en una mesa y pagó por calentar la comida que le llevó a su marido. Incluso le pagó a otros reclusos para que le avisaran a su esposo que ella había llegado.

“La necesidad de querer verlo te hace pagar. Esa es la realidad”, dice A.M. “Del querer verlo, querer abrazarlo, decirle ‘aquí estoy, no tengas miedo. Voy a estar contigo hasta el final’, pues ya, lo pagas”.

A.M. dice que les paga a los guardias e internos por lo menos 150 pesos (8,08 dólares) en cada una de sus visitas.

Su esposo también tiene que pagar sobornos, así que A.M. lleva 300 pesos (16,16 dólares) o más para darle cada vez que lo visita. Él, a su vez, les entrega 5 pesos (25 centavos) a los guardias en cada uno de sus tres llamados de lista diarios y paga 50 pesos (2,70 dólares) cada semana, principalmente para mantener la electricidad en su celda, y otros 50 pesos para tener acceso a agua (ambos pagos van para otro recluso que controla la celda. Si su esposo no paga, podría enfrentar violencia u otras consecuencias, dice A.M.).

A fin de cuentas, A.M. dice que a veces ella gasta hasta 800 pesos (unos 43 dólares) en cada visita, incluyendo el transporte hacia y desde la prisión, y todo el dinero que ella tiene que gastar mientras que está allí. Cuando no puede visitar, envía el dinero para que su esposo pueda pagar los sobornos que le exigen.

“Como dice mi papá, ‘vamos a la feria’, porque es un gastadero”, dice A.M.

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Mayela Sánchez, GPJ Mexico

A.M. cuenta el dinero en su billetera antes de ir a visitar a su esposo en el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente, donde él está pagando una condena de siete años por robo. A.M. dice que tiene que entregar hasta 800 pesos (43 dólares) cada vez que visita. Usa parte del dinero para viajar a la prisión, y para sobornar a los guardias. Ella entrega el resto a su esposo, quien tiene que pagar sus propios sobornos.

Hay avisos fijados en las paredes que dicen que los sobornos no están permitidos. Pero los guardias de la prisión dejan en claro que nadie puede pasarlos sin pagar un precio, dice A.M.

El sistema penitenciario de México es notablemente corrupto. Cuando el narcotraficante Joaquín Guzmán Loera, conocido como El Chapo, se escapó dos veces (en 2001 y 2015) de cárceles de máxima seguridad, los guardias y los administradores penitenciarios de esos lugares fueron acusados por muchos de haber sido cómplices. En Coahuila, un estado al norte de México, el cartel narcotraficante de Los Zetas controlaba una prisión y la usaba para torturar y matar a sus enemigos y a sus víctimas de secuestro.

Esos son los tipos de historias que se vuelven famosas alrededor del mundo, haciendo que muchos extranjeros vean a México como un país podrido hasta la raíz.

Los mexicanos del común tienen poco que ver con esas cosas.

Pero cuando un amigo o un familiar va a la cárcel, esos mexicanos comunes, aunque sean inocentes, se ven forzados a entrar a un sistema que los obliga a cometer actos de corrupción.

“Tú ahorita me preguntas: ¿eres corrupta? Hoy te lo puedo decir: Juego en el juego de la corrupción, y no porque yo quiera, sino porque la vida así nos lo está haciendo jugar”, dice A.M.

Los sobornos en el sistema penitenciario son generalizados y crónicos, según datos reunidos por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía. Tan solo el año pasado, cerca del 21 por ciento de los casi 211.000 prisioneros dijeron que sus visitantes habían tenido que sobornar a por lo menos una persona. Esos datos, con estadísticas detalladas sobre el alcance de la corrupción en el sistema penitenciario, son los primeros de este tipo.

La mayoría de pagos fueron hechos para entrar a la cárcel, para notificar a las personas dentro de la cárcel que alguien había llegado, o para permitir el ingreso de comida, ropa, o artículos personales a la cárcel. Cerca del 85 por ciento de esos pagos fueron hechos a guardias, según el informe.

Unos 22.000 prisioneros dijeron que habían sido forzados a pagar dinero por servicios básicos como el acceso al agua potable, a electrodomésticos, o salir a un patio.

Casi todos los prisioneros (el 94 por ciento) de los prisioneros que dijeron que habían visto corrupción también dijeron que no la habían denunciado, usualmente porque temían represalias, creían que sería inútil, o veían el soborno como una práctica común.

La Ciudad de México tiene el número más alto de prisioneros de cualquier área del país y los prisioneros allí ven casi el doble de corrupción que los prisioneros en el resto de México. Los datos, publicados en julio del año pasado, son parte del primer informe del Instituto Nacional de Estadística y Geografía en incluir información sobre corrupción en las cárceles.

Antonio Hazael Ruiz Ortega, subsecretario del Sistema Penitenciario del Distrito Federal, deja de lado los reclamos de corrupción.

“Los señalamientos existen, lo que no quiere decir que se den”, dice.

Los prisioneros que denuncian la corrupción no enfrentan represalias, dice.

“Nunca”, dice. “No, no es posible”.

Ruiz Ortega dice que su contraloría interna es notificada cada vez que un prisionero o un visitante denuncia sobornos y añade que él mismo responde a todos los señalamientos que se reportan en las noticias o que se presentan frente a la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal.

El despacho de Ruiz Ortega no le respondió a la petición de GPJ de enviar el número total de señalamientos que han atendido él o la contraloría interna. Según datos que le fueron suministrados a GPJ tras enviar un derecho de petición, la Contraloría General de Ciudad de México documentó 13 señalamientos y denuncias, entre 2007 y 2015, con relación a la corrupción en el sistema penitenciario.

Todos ellos fueron investigados y 12 de ellos fueron declarados “improcedentes”, es decir infundados. Una sanción fue impuesta en el otro caso de esos nueve años.

Mexicanos comunes, aunque sean inocentes, se ven forzados a entrar a un sistema que los obliga a cometer actos de corrupción.

Hay evidencias amplias de que la corrupción en el sistema penitenciario está mucho más generalizada de lo que sugiere el pequeño número de casos que manejó la Contraloría.

En enero, un canal nacional de televisión transmitió una serie de videos grabados secretamente dentro del Reclusorio Preventivo Varonil Norte, otra cárcel en Ciudad de México que está bajo la supervisión de la subsecretaría. Los videos mostraban a guardias cobrándoles sobornos a los prisioneros en el llamado de lista, golpeando a los reclusos que no pagaban y cobrando por la venta de drogas. También se veían algunos prisioneros confabulando con los guardias, vendiendo drogas y haciendo otras actividades ilegales.

Después de la transmisión de esos videos, Patricia Mercado Castro, la secretaria de gobierno de Ciudad de México, encargada de la división que está a cargo del sistema penitenciario, anunció una investigación y dijo que los servidores públicos implicados serían despedidos. Finalmente, tres servidores públicos fueron despedidos y el director de la prisión renunció.

La Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México abrió tres investigaciones sobre este asunto, según información que GPJ obtuvo con un derecho de petición. Esas investigaciones involucraban a un director, un subdirector de seguridad y vigilancia, un director de área y siete guardias. Las investigaciones estaban todavía abiertas en junio, cuando la Procuraduría le respondió a GPJ.

Las cárceles “son un reflejo de cómo funciona el sistema en general en México”, dice Karen Silva Mora, una investigadora de México Evalúa y de CIDAC, un par de think tanks que trabajan investigando el sistema de justicia mexicano, entre otros temas.

Cerca del 51 por ciento de mexicanos encuestados dijo que habían pagado sobornos para recibir un servicio público en los últimos 12 meses, según una encuesta publicada en octubre por Transparencia Internacional, una organización no gubernamental global que lucha contra la corrupción. El porcentaje era el más alto de los 20 países latinoamericanos en los que se realizó la encuesta.

Pero las cárceles son más propensas a la corrupción, según Silva Mora, a causa del hacinamiento y de otros indicadores de malas condiciones de vida. Las cárceles suelen contar con condiciones poco higiénicas en las habitaciones, las cocinas y los comedores, entre otros problemas, según la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.

“Como el gobierno no está siendo capaz de proveer estas condiciones básicas, las autoridades [penitenciarias] aprovechan para ofrecerlo como un privilegio dentro de las prisiones”, dice Silva Mora.

Los activistas de los derechos de las personas presas tienen sus esperanzas puestas en una ley de junio de 2016, conocida oficialmente como la Ley Nacional de Ejecución Penal, que crea lineamientos para el encarcelamiento, como el trato humano de los internos, y creen que puede ser una manera en la que los presos denuncien la corrupción de forma segura. La ley no ha sido implementada del todo, pero una vez que esto suceda, las organizaciones sociales y los grupos de derechos humanos podrán tener la capacidad de solicitarles a las autoridades que actúen sobre las condiciones de las prisiones a nombre de los prisioneros.

Con esta ley, la identidad de un prisionero que quiera denunciar actos de corrupción puede ser protegida, dice Layda Negrete, una investigadora del sistema de justicia criminal.

La ley prevé un período de hasta cuatro años para su implementación. Hasta ahora, prácticamente no ha habido movimiento para hacerla progresar, dice Silva Mora, la investigadora de México Evalúa.

Juego en el juego de la corrupción, y no porque yo quiera, sino porque la vida así nos lo está haciendo jugar.

Para A.M., no hay más opción que seguirle llevando dinero a su esposo, dice. Teme que otros reclusos y que los guardias lo puedan herir si no les paga, dice.

Su esposo fue arrestado en agosto de 2015 y luego condenado por robo. Está pagando una condena de siete años.

A.M. quiere que su esposo consiga un trabajo en la cárcel (hay quienes hacen artesanías para vender, mientras que algunos trabajan limpiando o en la cocina), pero él le dijo que tendría que pagar un soborno de hasta 5000 pesos (270 dólares) para conseguir un trabajo. En cambio, les lava la ropa a otros prisioneros, quienes le pagan 1 peso (5 centavos de dólar) por prenda.

La única solución es que la sociedad mexicana rechace ampliamente la corrupción, dice A.M.

“Necesitaríamos todos decir no. Pero todos, que no hubiera ni uno que pagara un peso. Ni uno, ni uno, ni uno”, dice. “Ahí se acabaría la corrupción”.

Pero para A.M. no es una opción dejar de pagar sobornos y dejar de ver a su esposo, así como tampoco es una opción dejar de enviarle dinero y dejarlo solo lidiando con sus corruptos tormentos.

Al principio, A.M. visitaba tres veces a la semana. Luego una vez a la semana, después una vez cada dos semanas. Ahora intenta visitar una vez al mes, pero eso ocurre con menos frecuencia. A.M. seguirá visitando a su esposo (y pagando sobornos) hasta que no le quede nada.

“Lo poco que teníamos ahorrado, lo poco que nos ayudó la familia, pues ya se acabó”, dice.

 

Pablo Medina Uribe, GPJ, adaptó esta historia de su versión en inglés.