BUENOS AIRES, ARGENTINA — Son las tres de la mañana y suena el despertador. En la habitación de ladrillo hueco y techo de chapa el calor es agobiante. Medio dormida, Silvia Canos enchufa una bomba de agua. Pega su oreja a la manguera plástica y escucha con atención si el agua sube. No escurre ni una gota. En unas horas, cuando Canos se levante para ir a trabajar, no tendrá agua para lavarse la cara ni preparar el desayuno.
Canos, al igual que 10 000 familias, vive en la Villa 21-24, uno de los 57 barrios populares de la Ciudad de Buenos Aires (vecindarios informales en los que la mitad de sus habitantes no cuentan con título de propiedad del suelo, según la definición del Gobierno). En estos asentamientos urbanos, la infraestructura básica llega lentamente, o no llega. Tras carecer durante mucho tiempo de acceso a agua potable y segura, estas comunidades enfrentan las peores consecuencias del calentamiento global.
Este verano, de diciembre de 2021 a marzo de 2022, fue uno de los más calurosos en la historia de Argentina. En enero, durante una ola de calor de 21 días, se registraron récords diarios de temperaturas en muchas ciudades, según el Servicio Meteorológico Nacional. El 15 de enero, las temperaturas en Buenos Aires no descendieron por debajo de los 30 grados centígrados (86 grados Fahrenheit) durante un período de 24 horas, lo que marcó la noche más calurosa de la ciudad desde que comenzaron los registros meteorológicos en 1906.
“En estas épocas de verano hay cientos de familias que no tenemos agua. A lo largo de los años se fue complicando mucho más y ya esa agua que nosotros esperábamos no viene”, dice Canos. Ella es una de las nueve millones de personas argentinas cuyas casas no están conectadas formalmente al servicio de agua corriente y dependen de conexiones irregulares e improvisadas. Alrededor de 3.5 millones de ellas viven en barrios populares. Cerca de 4 millones de personas viven en estos barrios en Argentina, 300 000 solo en la ciudad de Buenos Aires.
María Eva Koutsovitis, ingeniera civil especializada en hidráulica y coordinadora de la Cátedra de Ingeniería Comunitaria de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires, dice que las conexiones informales no siempre son seguras. “Cuando vos succionás de la manguera que está inmersa en un suelo contaminado, en el mejor de los casos solo con materia fecal, en el peor de los casos con metales pesados, todo aquello que rodea a la manguera ingresa a través de cualquier pinchadura o rotura”, asegura.
Koutsovitis llevó a cabo un estudio que mostró que, en el sur de la Ciudad de Buenos Aires, donde está la mayor concentración de barrios populares, la mortalidad infantil es el doble que en los barrios más ricos. El acceso al agua potable está directamente relacionado con la mortalidad infantil y la esperanza de vida, dice Koutsovitis.
En Scapino, un barrio popular de 600 familias, Liliana Beatriz González Peralta afirma que el agua que llega a su casa por la conexión casera a la red sale turbia y con mal olor. “Cuando me baño en la ducha, me queda picazón en todo el cuerpo. Yo me tomo un antialérgico y me pongo alcohol en todo el cuerpo; no hay otra forma”, dice González Peralta. Su hija de 5 años tiene el cuerpo lleno de ronchas.
González Peralta dice que prefiere el agua que entregan los camiones, servicio que brinda el Gobierno de la ciudad en algunos vecindarios. Todos los días, de lunes a sábado, un camión aguatero llega a Scapino, y cada residente debe cargar una pesada manguera hasta el techo para llenar su tanque de agua. Pero González Peralta no siempre puede estar ahí. “Ellos te traen el agua, pero no te la ponen en el tanque. A veces tenés un turno médico, un trámite”, señala.
María Zorrilla, otra vecina de Scapino, se turna con su hijo de 18 años para esperar el camión y cargar agua. “La mayoría de las vecinas y vecinos tenemos esa dificultad. Si uno trabaja, el otro no puede trabajar porque tiene que cargar el agua”, dice Zorrilla. Los caños de su casa no funcionan desde hace dos años, añade.
Koutsovitis dice que los camiones cisterna no necesariamente son seguros: “El transporte a granel, excepto que cumplas con protocolos superestrictos, no garantiza la seguridad del agua”.
Estas alternativas, como chupar agua de la red durante la madrugada o los camiones cisterna, implican que al menos un miembro de la familia deba dedicar varias horas diarias a obtener el agua y estas tareas suelen recaer sobre las mujeres, lo que limita su acceso a trabajos formales, explica Koutsovitis.
Gabriel Mraida, presidente del Instituto de la Vivienda de la Ciudad, el organismo responsable del equipamiento comunitario, infraestructura y servicios, y de reducir el déficit habitacional, admite que el servicio que se brinda a través de los camiones es subóptimo, pero que es una solución transitoria. “Estamos en nueve barrios haciendo cloaca, agua, electricidad, pavimento, etcétera. Alrededor de 150 000 familias van a estar beneficiadas por las obras de infraestructura que hagamos este año”, afirma.
A través de un vocero, el Instituto de la Vivienda dice que se espera que toda la Villa 21-24 tenga acceso formal a la red de agua para 2024.
Ni Zorrilla ni Canos tienen la esperanza de contar con una conexión formal a la red de agua pronto. “Hace un montón de años que nos vienen prometiendo que nos van a poner agua”, explica Zorrilla, refiriéndose al Gobierno de la ciudad. “Son años de reuniones y promesa tras promesa que no se cumple”. Dice que viene reclamando una conexión formal al agua desde hace seis años.
Mientras tanto, Zorrilla seguirá esperando el camión cisterna. Cerca de su casa, el personal del Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat usa una manguera con buena presión de agua para limpiar la vereda.
Lucila Pellettieri es reportera de Global Press Journal, radicada en Buenos Aires, Argentina.
NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN
Aída Carrazco, GPJ, adaptó este artículo de su versión en inglés.