BUENOS AIRES, ARGENTINA — Antes, en el campo, los campesinos pasaban las semillas de generación en generación. El legado de una familia estaba estrechamente ligado al legado de sus productos y cada generación se sentía obligada a cuidar lo que cultivaba. Estaban orgullosos de lo que producían.
Luego, algo cambió: la gente comenzó a creer que las semillas criollas no eran tan buenas como las que se podían comprar.
“Hubo mucha campaña para que los campesinos pensaran que su semilla era mala, gracias a eso se perdió mucha diversidad”, dice Verónica Lozano, miembro del Movimiento Nacional Campesino Indígena, una organización que busca recuperar la historia y los valores indígenas como base para construir una nueva sociedad.
Esta campaña fue orquestada por compañías de semillas e incluso por el gobierno, dice Lozano.
Esto causó una grave pérdida de diversidad alimentaria, dice.
Ahora, el gobierno argentino está considerando forzar a los agricultores a pagarles a las compañías de semillas no solo por comprar las semillas inicialmente, sino también por usar las semillas de segunda generación, es decir las que hayan producido en cultivos hechos con semillas compradas originalmente por las tres primeras cosechas.
Un proyecto de ley, presentado en octubre para modificar la Ley de Semillas vigente en Argentina, era un borrador revisado de una propuesta anterior que les habría exigido a la mayoría de agricultores que pagaran regalías sobre las semillas que fueran usadas tres cosechas después de haber sido compradas. Los agricultores grandes y medianos, que se estima que son responsables de entre 20 y 30 por ciento de la producción del país, no tendrían que pagar regalías después del primer año.
Se espera que se vote el proyecto de ley en algún momento de este año.
Los legisladores que apoyan el proyecto de ley dicen que buscan fomentar inversiones en tecnología e innovación en desarrollo de semillas, así como acabar largas disputas vivas con compañías de semillas, en particular con Monsanto, el proveedor de prácticamente todas las semillas modificadas genéticamente usadas en Argentina.
Argentina es el tercer productor más grande del mundo de soya, detrás de Estados Unidos y de Brasil. En 2016, aumentó la tensión entre Monsanto y los productores de soya. La compañía de semillas insistió en que las cosechas para exportación fueran inspeccionadas para asegurarse de que se hubieran pagado las regalías, según exigían acuerdos que los agricultores dicen que les obligaron a prometer que no plantarían cosechas con las semillas de segunda generación. Esos acuerdos fueron requeridos aunque, según la ley vigente, los agricultores pueden usar semillas de segunda generación sin ningún costo adicional.
“Cuando los agricultores compran una variedad de semilla patentada, firman un acuerdo donde se suscribe que cultivarán únicamente la semilla que nos están comprando y que no guardarán ni volverán a sembrar las semillas que van a producir las plantas que están cultivando y contienen la tecnología patentada”, dice un comunicado de Monsanto. La compañía rechazó numerosas solicitudes de entrevista con Global Press Journal hechas por teléfono y correo electrónico.
Funcionarios del gobierno argentino rechazaron la petición de Monsanto, alegando que esas inspecciones debían ser aprobadas primero por el gobierno. Monsanto respondió amenazando reducir sus actividades comerciales ligadas a la soya en el país.
Lozano, así como otros defensores locales de los campesinos y de los alimentos, dicen que el proyecto de ley propuesto, que tranquilizaría a Monsanto y a otras compañías de semillas al permitirles cobrar por el uso de semillas de segunda generación, llevaría a la homogeneización de la industria agrícola argentina y limitaría las opciones alimentarias de los consumidores. La cosecha de cada año dependería de lo que estén vendiendo las compañías de semillas y los agricultores no podrían cultivar semillas durante largos períodos de tiempo para adaptarlas a sus microclimas locales.
Pero los agricultores dicen que sus derechos ya han sido restringidos en los últimos años, pues las compañías de semillas les exigen firmar acuerdos prometiendo que no cultivarán más cosechas con las semillas que produzcan, dice Raimundo Lavignolle, presidente del Instituto Nacional de Semillas.
Lavignolle cree que la ley puede ayudar a establecer una industria de semillas innovadora y diversa que incluya a compañías de semillas más pequeñas.
La mayoría de lo que se cultiva en Argentina se cosecha de semillas que los agricultores producen ellos mismos, dice Lavignolle.
“Esa ecuación no genera un incentivo para la producción de genética que necesita la industria nacional”, dice Lavignolle. “Estamos convencidos de que aumentando los incentivos aparecerían más empresas de fitomejoramiento”.
Las sospechas que los agricultores tienen de Monsanto y otras compañías de semillas se basan en experiencia personal.
Sergio Bocanera cultiva soya al norte de Buenos Aires. Es autosuficiente con sus semillas y se opone a la idea de comprarlas año tras año. Él nunca le compró semillas a Monsanto ni firmó ningún tipo de acuerdo con la compañía.
El año pasado, dice, recibió una factura de Monsanto que le exigía pagar 450 dólares de regalías. La compañía nunca lo contactó para investigar su actividad, ni hubo explicación alguna sobre por qué la cuenta de cobro fue enviada. Bocanera llevó el asunto a las Confederaciones Rurales Argentinas, una asociación de productores agrícolas, y Monsanto eventualmente le envío una nota de crédito por el valor de la factura original.
“Nunca un pedido de disculpa”, dice Bocanera.
En muchos casos, hay consenso en que los agricultores deben ser protegidos, pero no en cuál es la mejor manera de hacerlo.
Daniel Pelegrina, vicepresidente de la Sociedad Rural Argentina, dice que es necesario que los agricultores renuncien a su derecho de reproducir las semillas que compren y que en cambio usen las semillas para fomentar la innovación. Pero el proyecto de ley propuesto no es la manera de hacerlo, dice.
En cambio, dice, las compañías de semillas deberían limitar el número de años en los que un agricultor puede usar las semillas producidas por la primera cosecha. Cuando el agricultor compre las semillas de nuevo, encontrará nueva tecnología y productos mejorados.
Omar Príncipe, presidente de la Federación Agraria Argentina, una organización que trabaja con productores pequeños y medianos, dice que el costo de las semillas debe ser controlado.
“Hoy en día Monsanto sigue enviando cartas a documento a los productores para que paguen regalías cuando detectan que están usando semillas con sus genes”, explica Príncipe. “Y no es verdad que sólo intiman a grandes productores, han mandado cartas a documento a cooperativas que representan a pequeños y medianos productores”.
Limitar el uso de semillas tan solo concentrará el poder de investigación y desarrollo en unas cuantas compañías. En cambio, dice Príncipe, el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria debería asumir la tarea de generar innovación y desarrollo de semillas para permitir que la tecnología llegue a la mayor cantidad de productores agrícolas posible y no solo a aquellos con mayores recursos financieros.
Representantes de la Federación Agraria Argentina, el Movimiento Nacional Campesino Indígena y otras organizaciones ven los límites al uso personal de semillas como una amenaza a la biodiversidad que pone en riesgo la soberanía alimentaria.
“Si limitas el uso propio, el productor deja de ser fitomejorador. Se está negando que cada productor, al replantar la semilla, la está seleccionando y mejorando”, dice Lozano, “El productor se transforma en un mero consumidor de semillas”.
Pablo Medina Uribe, GPJ, adaptó este artículo de su versión en inglés.